Non può vivere bene chi non è in pace con il suo corpo.

Maria Raffaella Dalla Valle
IL DIARIO

sabato 19 maggio 2018

Natalia López Moratalla, El amor a la vida naciente (Es)












1. «El amor puede ser mandado porque antes es dado» (Deus Caritas est, nº14).
El mandamiento «amaras a tu padre y a tu madre» tiene una especial textura humana. Es tan connatural con el hombre que constituye la bisagra de las dos tablas de la ley que recibió Moisés: la primera con el mandato de amar a Dios y la segunda de amar a los demás. ¿Es posible que estemos abocados a perder el sentido del «dulcísimo precepto», como se ha llamado al cuarto mandamiento? Ciertamente, su enorme calado humano está en peligro. Así lo manifiesta el cambio importante del lenguaje que se ha dado en la cultura del hombre autónomo. En este lenguaje el término procreación se sustituye por el de reproducción para describir la profunda relación personal de amor paterno-filial que lleva consigo la transmisión de la vida humana. Ambos conceptos no son necesariamente excluyentes: cada persona, que es engendrada en el amor de sus padres, y aparece en un momento singular y concreto de comienzo, es al mismo tiempo creada por el Amor del poder creador de Dios, que le llama a la existencia desde la eternidad.

Sin embargo, desde que la humanidad optó por igualar de modo arbitrario engendrar los hijos con generarlos mediante producción, tras cada uno de esos términos resuena una diferente concepción del hombre, un modo distinto de entender el mundo natural y de valorar la intervención manipuladora de la vida naciente, de la vida humana en sus orígenes. Esta cuestión es de gran importancia. Muchos, en la pasión obsesiva de emanciparse de toda atadura, reniegan de deber a alguien su existencia. Optan por una forma de emanciparse definitivamente de su naturaleza, de su condición de criatura. Quieren una autonomía incompatible con la realidad de su ser natural que tiene su comienzo en el engendrar de sus progenitores. Y la técnica de nuestros días ha permitido separar fácticamente el acontecimiento natural y personal de la unión de un hombre y una mujer del fenómeno puramente biológico.

Apoyándose en la necesidad que rige en el dominio de lo biológico, se reduce la procreación a mera reproducción programada racionalmente, de acuerdo con los intereses de terceros. Los nuevos hombres son confeccionados en el laboratorio para cumplir convenientemente su misión; y como resultado de un ajuste de necesidades los planificadores han de dar cuenta del producto final a los que realizan el encargo. Por esa eficiencia intrínseca de la fecundación de los gametos masculino y femenino, ponen en la existencia a esos seres humanos. Obviamente Dios está en el origen; es garante de la dignidad de la persona, sea como sea la forma de su comienzo a la existencia; es su Amor quien llama a la existencia a todo hombre. Los planificadores ni llaman ni eligen; confeccionan el cuerpo, siempre de varios hermanos, y se arrogan seleccionar por eliminación. Una selección siempre injusta, incluso cuando no fuera caprichosa y dictada por preferencias arbitrarias.

Los planificadores, tanto asistentes como asistidos en la reproducción, confeccionan. Por ello, en rigor, se les puede exigir cuentas de esa existencia que se ha generado en la eficiencia de la reproducción. Más adelante el nacido les podrá exigir cuentas de por qué le pusieron en la existencia, por qué ya existiendo tuvo que pasar pruebas de cuyo resultado dependió que se la ganara o perdiera, y hasta de por qué en esas pruebas tuvo que ganarse su existencia en competencia con otros hermanos. Si el nacido tiene dificultades de relaciones personales, o simples limitaciones físicas, o defectos podrá pedir cuentas de porque se le negó el hábitat materno en esos primeros días de su vida en que tanto la necesitaba y permaneció entre cristales o en el frió de la congelación.

Existe una singular y radical diferencia entre quienes generan produciendo y quienes procrean engendrando. Éstos pueden decir con verdad al hijo “no te hicimos, nos amamos y tu existencia es don fruto de ese amor”. Una diferencia con la producción que conlleva una mentalidad dura y quien sabe si no llevará a perder lo más humano de la vida: la fuerza de los lazos naturales familiares que atan y unen en las corrientes del rio de la vida.

Este cambio de lenguaje -reproducción por procreación- tiene una cierta resonancia de la rebelión del primer hombre y la primera mujer que no se fiaron del amor de Dios que les puso en la existencia, sobre la Tierra. Ellos, los dos primeros seres humanos, que no tuvieron padres humanos, son los primeros padres de todos los hombres al recibir el mandato del «crecer y multiplicaros». Ellos iniciaron la familia humana en su amor mutuo. «En el principio», Dios ordena a Adán y Eva transmitir vida humana en la unión por la que se «se hacen una sola carne»; les encarga engendrar en un acto de reconocimiento mutuo personal. De esta forma y para siempre, en esa unidad de los cuerpos personales de un varón y una mujer los hijos son engendrados.

«Y puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf 1Jn 4,10), ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro» (Deus Caritas est, nº1). La llamada a la existencia por el poder del Amor creador de Dios está siempre garantizado para cada hombre. Como está, aunque en otra medida, garantizado el amor de un padre y una madre a su hijo. Pero al hijo no le basta que le quieran a él. Es un derecho de cada hombre tener el origen en el amor de los padres entre sí. Restárselo es ofenderle. Por ello podría en este sentido ser solicitado, pero no mandado, el amor al padre y a la madre. Y si se pone en peligro el mandato de honrar padre y madre, se debilita o oscurece la relación filial con el Padre de quien procede toda paternidad. Una cultura así genera violencia y muerte: el amor sólo puede ser mandado si antes es dado.

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